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   La tecnología nos ha otorgado el poder de asomarnos a los rincones más misteriosos del mundo con sólo deslizar nuestro dedo sobre una pantalla; sin embargo, la duda acerca de nuestra presencia en el planeta nos desconsuela. Nuestro tiempo nos ha regalado la posibilidad de estar en contacto con más personas y sin embargo, también nos revela el egoísmo de nuestros líderes y perdemos constantemente la confianza en los otros y la dirección en la vida. La información nos ha abierto la Caja de Pandora de los «placeres» a los cuales nos arriesgamos sin límite extraviados en un hedonismo que no parece tener fin; sin embargo, las enfermedades emocionales saturan los consultorios de los países cuyos habitantes deberían, al menos en teoría, gozar de cierta paz. ¿Lo tenemos todo y no sabemos disfrutarlo o en realidad cada vez tenemos menos?

La constante de nuestro tiempo creo, es la búsqueda desesperada por darle un sentido a nuestras vidas, el que sea. Para ello nos vamos a buscar en lugares exóticos rituales misteriosos. Insistimos en meter en nuestro pequeño cerebro la explicación más clara sobre nuestra verdadera identidad y visitamos al gurú famoso de cualquier tribu perdida pues la cultura nuestra, parece habernos defraudado. Nos dejamos seducir por cualquier sustancia que altere nuestra percepción para sentir algo y recordar que estamos vivos; la droga más alucinante, la experiencia sexual más arriesgada no importa cuánto daño traiga como consecuencia pero por favor, algo que regale un poco de placer. El entorno no ayuda mucho; la acumulación de la riqueza del mundo en las manos de unos cuantos nos ha robado la esperanza de que algún día nuestros sueños más simples como tener un trabajo digno y placentero, una casa, una familia se harán realidad. Ni el hambre es tan certera en asesinar como los ladrones de sueños. Si a todo ésto agregamos una de las más grandes carencias de la cultura occidental: no nos educan para el conflicto, para el dolor, para la muerte de la cual en occidente tratamos de huir, no existe, no queremos saber que el dolor es parte de la vida. Si a nuestros logros no les concedemos el esfuerzo (dolor) invertido en ellos, no tendrán ningún valor.

Hace algunos años fui testigo de cómo dos jóvenes sumergidos en adicciones salieron de su confusión primero, luego abandonaron los inhalantes en sólo dos meses. La receta fue muy sencilla, ambos fueron por voluntad propia y APOYADOS POR SU FAMILIA a convivir, uno de ellos con ancianos enfermos y el otro con perros enfermos. Ambas situaciones en apariencia nada agradables, rodeadas de dolor. En medio de esa situación dura, los dos muchachos descubrieron varias situaciones: Que la suya, no era la peor situación del mundo como ellos pensaban. Que eran capaces de sensibilizarse con la situación ajena, de sentir compasión y que experimentarla es un verdadero placer. Descubrieron que podían ser útiles. Se sintieron amados por esos seres quienes a final de la experiencia, resultaron ser sus salvadores. Uno de ellos fue muy explícito en el tema del afecto que experimentó; literalmente me dijo que lo que más le gustaba de ir a visitar a «sus viejitos» como él los llamaba, fue que nunca antes había sentido un «beso sin sexo». Él estaba convencido de que la gente besaba sólo por impulso sexual y no por cariño como lo hacían las ancianas cuando lo saludaban en el asilo.

La invitación es a que descubramos de nueva cuenta el valor que tiene el afecto en nuestras vidas, que ahí están muchas de las respuestas que tanto buscamos (no están en las tribus perdidas, ni en el cambio de alimentación, ni en las constantes visitas al psicólogo, ni en los antidepresivos necesariamente -a menos que se trate de una depresión severa que requiera de medicamentos- ni en los grupos de auto ayuda). El afecto está en nuestra familia, pareja, amigos, y sobre todo, EN LOS EXTRAÑOS QUE NECESITAN SIEMPRE DE UNA MANO. Debemos dar también su lugar al DOLOR en la vida porque a final de cuentas, el dolor es donde germinan los sentimientos más nobles.

 

Rafael Redondo