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En 1996 yo hacía mis pininos en los medios de comunicación realizando un programa de radio para Radio y Televisión de Hidalgo, en Pachuca. Por el tipo de programa de corte musical/ juvenil en general las entrevistas que realizaba eran siempre a personajes de la farándula. Desde mis épocas en la universidad, no recuerdo haber sentido algún tipo de nerviosismo teniendo conversaciones con personalidades importantes de diversos ámbitos, menos aún con la gente del espectáculo cuya celebridad me parece en la mayoría de los casos, un poco fatua. Fue por ello que tomé la iniciativa de llevar a la estación de radio conversaciones con personajes realmente trascendentes para la vida de México. Mi interés en ese 1996 fue sobre cuatro personajes que desde mi óptica sí habían penetrado e incluso transformado la vida nacional de forma contundente: Octavio Paz, Amparo Montes, Lucha Villa y José Luis Cuevas. Conseguir la manera de contactarlos fue labor nada fácil tomando en cuenta que en ese tiempo la información no circulaba de forma tan digamos, banal como hoy en día. Finalmente logré con la ayuda de una amiga contactar y hacer entrevistas con Amparo Montes (una artista de verdad) y con Lucha Villa. Aunque logré hablar personalmente vía telefónica con Octavio Paz él no tuvo interés alguno por regalarnos la conversación mostrándose incluso desconfiado y cortante (pese a todo hoy puedo decir que al menos siendo muy joven pude hablar por teléfono con un premio Nobel).

El caso de José Luis Cuevas fue muy distinto. A pesar de que mi medio no era el más importante y yo sí el más inexperto, él accedió a recibirnos en su estudio en San Ángel.  Por primera vez estaba nervioso de encontrarme con el mítico, el favorito de los medios de comunicación, el que dibujaba los submundos, la persona que (supuse) seguramente estaría cubierto de excentricidad, l’enfant terrible: José Luis Cuevas.

Al llegar a su casa-estudio nos abrió la puerta una persona de servicio y luego de entrar apareció frente a nosotros un hombre elegante, de finas maneras, guapo y lo más sorprendente, un hombre amable que nos condujo al primer piso de esa casa, nos dirigíamos hacia el lugar más íntimo del artista, al estudio del pintor. Desde luego él notó nuestra inexperiencia y pese a ello, mantuvimos una muy larga conversación que me atrevo a decir disfrutó mucho donde nos habló de sus inicios en la pintura, de su rebeldía, de sus correrías con mujeres, del sexo, de su profundo deseo y esfuerzos por lograr apertura y renovación de la plástica mexicana, de su pavor a las enfermedades, de las enemistades que esos esfuerzos le trajeron, de algunos encontronazos con el sistema político, de su relación con pintores como Picasso e intelectuales como Carlos Fuentes, de sus viajes, de su cercanía con Monsiváis, de su experiencia juvenil de exponer en Nueva York. Nos mostró algunos de sus trabajos, su tan mencionada cama colocada en una zona estratégica de su estudio… Fue una conversación realmente extensa y amena dirigida por un extraordinario conversador que disfrutaba cada anécdota, cada palabra con un lenguaje muy rico que denotaba a un hombre de extraordinaria cultura. Al principio de la conversación yo no podía creer que estuviera siendo tratado como un profesional y con una familiaridad tan peculiar por un hombre tan rico en experiencias y tan artista; posteriormente yo no lograba concebir que un hombre que en sus dibujos daba tanta luz a mundos oscuros como los prostíbulos, los enfermos mentales, los sádicos poseyera tal nivel de generosidad y sobre todo, que en cada una de sus anécdotas hiciera referencias a su vida familiar… a Bertha… a sus hijas… a México. Tal parecía que en su presencia estaba manifiesta la presencia de sus cariños, él formado por otras entidades.

Luego de varias horas de charla decidimos concluir la visita. Durante la despedida vino la anécdota más relevante de esta experiencia y que creo, define en mucho al artista, al personaje mediático y a la persona. Era ya tarde y él nos preguntó si teníamos forma de regresar a Pachuca, -de no ser así – dijo -pueden quedarse en casa-. Le agradecimos su amabilidad y regresamos a Pachuca pero con una percepción distinta del personaje: Él era el receptáculo de sus amores, sin ellos él estaba desarticulado y además, su excentricidad no residía en historias fantásticas, un ardiente deseo de aferrarse al pasado prehispánico o ser devoto de alguna ideología como Diego y Frida, no. Su excentricidad estaba en su nivel de apertura hacia lo desconocido (tan desconocido como quien lo entrevistaba), pareciera que gozaba el hecho de lanzarse al placer del descubrimiento.

Desde 1996 a la fecha he tenido oportunidad de conversar y conocer a personalidades importantes (unas más medianas que otras) pertenecientes a diversos ámbitos de la vida de México y una característica en la mayoría de todos ellos es la arrogancia e incluso soberbia que nubla sus talentos. Así que desde entonces, 1996 hasta el día de hoy sigo recordando la gentileza, amabilidad, sentido de lo familiar y cordialidad detrás del gran artista plástico, del hombre que redireccionó las artes plásticas mexicanas, un trabajador incansable que logró poseer una obra muy basta y de un personaje que disfrutaba derribar tabúes. Indudablemente desde entonces cuando escucho el nombre de José Luis Cuevas no sólo viene a mi mente un artista genuino, viene también la imagen de la gentileza del ser humano. Él se convirtió en mi referencia para calificar a alguien como un Gran personaje juzgando no sólo su trabajo sino el nivel de trato con las personas. En la pintura él es y será l’enfant terrible pero desde mi punto de vista y experiencia en el trato personal yo lo llamaría l’enfant agréable.